María del Carmen Vera Rivera/Alembert Vera Rivera – NJ febrero
La noción de peligrosidad es consecuencia de una evolución histórica que inicia en las civilizaciones antiguas, donde se tomaban medidas para evitar o eliminar el peligro que ciertos individuos representaban a la tranquilidad y la convivencia del grupo humano; hasta la instauración por parte de la Criminología, del concepto de “estado peligroso”, utilizado por la psiquiatría para referirse a los sujetos denominados “anormales”, y que fuera empleado de manera oficial por la escuela positivista italiana, en el último tercio del siglo XIX. Sin embargo, el concepto de peligrosidad ha tenido que normativizarse para ser utilizado en el ámbito de la norma penal.
A este respecto cabe señalar que, la ley penal en general, en los casos en los que se la menciona, no define la peligrosidad, tan solo alude al presupuesto que se ha de dar para poder imponer una medida de seguridad, que no es otro, que la previa comisión de un hecho tipificado en la ley como delito. Esto significa que, para la norma penal, peligrosa será toda conducta que produzca un resultado material prohibido por el derecho penal. Toda conducta que se adecúe a cualquiera de los tipos penales de la parte especial de la codificación penal que se trate, se entenderá como peligrosa. Siempre y cuando, el sujeto activo de tal comportamiento, sea incapaz de culpabilidad. Esto significa que, la peligrosidad normativa viene determinada como la capacidad de acción ausente de la capacidad de culpabilidad.
La comprensión de esta delimitación normativa hace posible la vigencia de la garantía que establece el artículo 22 del COIP, que determina una prohibición que deriva al mismo tiempo de las garantías constitucionales: “no se podrá sancionar a una persona por cuestiones de identidad, peligrosidad o características personales”.
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