Ernesto Albán Gómez
En sentido estricto la inmunidad concede a quien la tiene el privilegio de no quedar sometido a la ley penal de un país. Veamos los casos.
La denominada inmunidad parlamentaria (Constitución, Art. 128) no tiene este alcance, pues se limita a eximir de responsabilidad a los legisladores exclusivamente por las opiniones que emitan y por los actos que realicen “en el ejercicio de sus funciones”. La norma establece adicionalmente que hará falta la autorización de la Asamblea para que puedan ser enjuiciados penalmente por delitos relacionados con su cargo. Menos todavía disfrutan de una verdadera inmunidad el presidente y el vicepresidente de la República, que sí pueden ser enjuiciados y sancionados penalmente, previa autorización de la Asamblea. En los dos casos se trata, por tanto, de una veda transitoria que termina cuando se ha otorgado la correspondiente autorización.
En el orden jurídico ecuatoriano la única inmunidad penal es la de carácter diplomático, según lo establece el Art. 400 del Código Orgánico Integral Penal que determina que no están sujetos a la jurisdicción penal del Ecuador los jefes de estado extranjero de visita en el país, los representantes diplomáticos y sus familias, en conformidad con las disposiciones de tratados internacionales, en especial, la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas. Pero esta exclusión tiene como contrapunto el que tales personas sí deben ser juzgadas en su propio país por el delito que hubieren cometido. Por cierto que los diplomáticos ecuatorianos en el extranjero están exactamente en la misma situación.
Pero hay algo más: en las monarquías, incluidas las de carácter constitucional, los reyes gozan de plena inmunidad penal. Así, por ejemplo, el Art. 56 de la Constitución española señala expresamente que: “La persona del Rey de España es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Y quiero referirme precisamente a un caso ocurrido en España, según lo narra el gran maestro Luis Jiménez de Asúa, en el primer tomo de sus Defensas penales.
Hay que señalar, en primer término, que Jiménez de Asúa precisaba que la inviolabilidad real no significa que si un monarca comete un acto que la ley penal considera delito el acto deja de ser delito. No, el acto seguirá siendo delito, pues en su opinión ninguna inmunidad elimina el carácter delictivo de un acto, sino que implica solamente la prohibición de incoar un procedimiento contra quien lo ejecutó. Y ese es precisamente la argumentación que esgrimió para presentar una querella en contra del rey Alfonso XIII, que había dejado de serlo al proclamarse la República el 14 de abril de 1931, y que en tal virtud ya no gozaba de la inviolabilidad que establecía, como la ahora vigente, la Constitución española de 1876.
En la querella acusó al rey de haber utilizado un documento falso en un juicio que tuvo lugar en el año 1908. El proceso siguió un curso bastante sinuoso y finalmente concluyó con un sobreseimiento a favor del ya cesado monarca.
Pero hay un interesante tema jurídico adicional: ¿no habría prescrito ya la acción para perseguir el presunto delito, pues habían transcurrido más de veinte años desde su comisión? No, en opinión de Jiménez de Asúa, puesto que mientras regía el impedimento para ejercer la acción, el plazo de prescripción no corría. Pero una vez que, destronado el rey y eliminada la inmunidad, solamente entonces la prescripción empezó a contarse. Según este autor tal principio debería aplicarse a todos aquellos casos en que el ejercicio de la acción está impedido temporalmente, hasta que desaparezca el obstáculo procesal.