Alejandra Soriano Díaz
De acuerdo a la Constitución de la República y a los convenios internacionales de derechos humanos, el Estado debe a sus habitantes la protección de sus derechos y la garantía de una calidad de vida que permita el desarrollo individual y colectivo. Además de ello, de manera específica, los habitantes del Ecuador deben ser protegidos por el Estado de los efectos de desastres naturales, antropogénicos, de la violencia y otros aspectos que influyen profunda y negativamente (en términos socio-económicos generales, más allá de las concepciones filosóficas). Esto porque el Estado como estructura política se justifica en la medida que sus acciones se encaminen y consigan un objetivo claro: el bien común. Y para el logro de ese bien común el Estado debe administrar sus recursos, provenientes, como sabemos, de diversas fuentes, entre estos, los tributarios.
Pero, ¿cómo hacer efectiva esa protección debida? Ciertamente la propia Constitución y normativa secundaria prevén mecanismos idóneos para el efecto, tales como el Sistema Nacional de Gestión de Riesgos, previsto en la Norma Fundamental y establecido a través de órganos, autoridades, mecanismos y, por supuesto, regulaciones de segundo orden para el antes, durante y después de un evento como los antes nombrados. No obstante, cuando una persona o empresa (llamaré a todos con el nombre genérico que los engloba, administrados) ha debido soportar las pérdidas económicas que acarrean los desastres naturales y las conmociones graves, el Sistema de Gestión de Riesgos es insuficiente o carece de las competencias para enfrentar la devastación que surge en este sentido.
La Constitución consagra la libertad de empresa como un derecho fundamental; por lo mismo, es otro de los derechos por los que al Estado le corresponde luchar en el sentido de que las personas puedan agruparse libremente para conformar emprendimientos económicos dentro de los límites que imponen los demás derechos fundamentales, como en cualquier otro caso de ejercicio de derechos. En ese contexto, puesto que es legal y legítimo crear empresas que, desde el momento de su establecimiento ejercen influencia en la vida social y evidentemente, en los derechos de otras personas (claro ejemplo de ello son los trabajadores que les prestan sus servicios así como el Estado que administra los impuestos que aquellas pagan), el afán de lucro está protegido por el régimen jurídico. Ahora bien, cuando una empresa quiebra o cuando sus finanzas presentan una fuerte y poco previsible contracción, los mismos actores que dependen y/o se relacionan en mayor o menor medida con dichas empresas pasan a ser también afectados por las consecuencias económicas de una catástrofe (trabajadores, proveedores, clientes, socios y la comunidad en general): esta es la verdad del sistema capitalista en el que el impacto económico a una empresa, sector o circunscripción territorial, tiene indefectiblemente un efecto dominó.
En este punto es probable que el lector esté pensando en el terremoto del 16 de abril del año pasado, evento lamentable que será difícil de olvidar para toda una generación de ecuatorianos.
La devastación que dejó tras sí el terremoto no termina con las vidas y los bienes materiales que repentinamente se hubieron de ofrendar a la Naturaleza. Por el contrario, tanto en Manabí como en Esmeraldas las familias y empresas continúan con el agobio de intentar reactivar la economía de sus provincias que apenas tiene pulso. Resulta evidente que las medidas de gestión de riesgos poco pueden aportar a este escenario desolador en el que sostenerse resulta heroico. En este momento las urgencias relativas a la supervivencia probablemente hayan amainado; las necesidades se diversifican en torno al sostenimiento familiar a través de fuentes de empleo que se extinguieron en medio de la devastación y que llaman a la creatividad que suele acompañar a la necesidad, aunque seguramente no resulte suficiente. Las empresas y negocios que funcionan a medias hoy en día probablemente se ven cargados de una más honda responsabilidad social.