Noche del 23 de junio de 1858. Una familia judía en Bolonia, Italia, escuchó tres golpes fuertes en la puerta y luego una patada. El grito de “!Abran, somos la policía!”, les erizó la piel.
Abrieron y un grupo de uniformados entró. El jefe mostró una orden Papal. Debían llevarse al niño de la casa, a Edgardo, que tenía 6 años. Ante el estupor general, y tras las preguntas de rigor, los padres solo recibieron la respuesta de “Orden de la Santa Inquisición”. Al niño lo sacaron arrastrado, en medio de las súplicas de sus padres, y lo último que quedó de él en aquella casa, fue la huella de su orina que chorreaba desde su pijama, producto del terror.
Al otro día todo quedó claro. La criada de aquella familia judía, era católica. Mujer mentirosa y ladrona, que pensó que una forma de obtener ayuda de la iglesia, era decir que ella había convertido a un niño judío al catolicismo. Y así lo hizo. Contó a un cura que los judíos la contrataban para que trabajara los sábados, días que para ellos era prohibido. Un sábado, Edgardo, el niño judío tuvo fiebre y ante el terror de que muriera y fuera al infierno o al limbo, por no ser católico, la criada aprovechó la soledad de la casa, y lo bautizó de emergencia. La doctrina considera legítima esta ceremonia y puede ser realizada por cualquier persona sin ser sacerdote.
La iglesia establecía que un niño católico no podía ser criado por una familia judía, así fueran sus padres. Por eso el Papa Pío IX ordenó el secuestro y la orden se cumplió. Durante semanas los padres de Edgardo no pudieron visitarlo. Al final lo vieron, pero bajo estricta vigilancia. El Papa Pío IX cubrió los gastos de manutención y educación del niño que desde entonces vivió en los aposentos del Vaticano.
Sus padres lucharon durante doce años para que les devolvieran al hijo secuestrado. Ante las presiones internacionales, en un discurso, Pío IX dijo:
“Hay demasiados perros de esos en Roma que ladran y molestan en todo lugar”. Al final, cuando Edgardo cumplió los 18 años, tomó la decisión: repudió a sus padres, se declaró católico, y el Vaticano lo envió a estudiar a Francia donde se hizo cura Agustino. Al poco tiempo, Salomone Mortara, su padre, murió. Después, Mariana Mortara, su madre. Y Edgardo cambió su nombre por el de Pío, en honor al Papa que lo había secuestrado. Finalmente murió de casi 90 años, después de dedicar su vida a predicar entre las comunidades judías, para convertirlas al catolicismo.