Ernesto Albán Gómez
La historia de la cultura coloca al romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), junto al ateniense Demóstenes, como los más notables oradores de la antigüedad clásica; y entre los primeros de todos los tiempos.
La pregunta con la que se titula esta página es la frase inicial de la primera catilinaria, que se considera el más brillante de los discursos de Cicerón, que ha llegado a ser un modelo en este género literario. Los críticos destacan, tanto la impecable lógica de su estructura y argumentación, como el empleo de los recursos propios del género: preguntas retóricas, ironía, contraposiciones, ritmo. Sin que podamos conocer, por supuesto, las técnicas expresivas de un orador experimentado: tono de voz, gestos, silencios, miradas, en las que era un maestro consumado. Todo por cierto para convencer al auditorio de la verdad de su tesis.
Cicerón fue un político activo, fue elegido cónsul, escribió tratados filosóficos y morales, elaboró una preceptiva de la oratoria; pero ahora nos interesa enfatizar que fue un abogado exitoso, y por ello sus discursos más conocidos fueron defensas o acusaciones. Tomaba tan en serio su profesión de abogado que, en algún momento, dijo: “Para tener éxito en la jurisprudencia hay que prescindir de todos los placeres, renunciar a todas las diversiones, a los juegos, a los festines, casi hasta las conversaciones con los amigos”.
Precisamente en la línea judicial, hay que señalar que las catilinarias son cuatro discursos de acusación. Fueron pronunciados en el senado romano, cuando Cicerón era cónsul, primero para pedir el destierro y, luego, la pena de muerte y la inmediata ejecución de Lucio Sergio Catilina, acusado de intentar un golpe de estado (63 a.C.).
Aunque los testimonios de sus contemporáneos son negativos, se puede concluir que Catilina era un caudillo popular que trató de agrupar a todos los descontentos de su tiempo. El lema de Catilina era muy simple y efectivo: “novus tabulae”, nuevas tablas, lo que quería decir eliminación de todas las deudas. Era una época muy compleja. Se respiraba un clima de insatisfacción por los abusos de las clases dominantes; los esclavos comandados por Espartaco se habían rebelado y fueron reprimidos brutalmente. La república romana y sus viejas instituciones languidecían y se veía venir una forma política de un poder centralizado y todopoderoso: el imperio.
En ese ambiente la arremetida de Cicerón fue fulminante: “Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás, como ahora vives rodeado de muchos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la república.”
Las catilinarias conseguirían su objetivo: Catilina sería condenado; pero la política terminaría cobrándole la cuenta a Cicerón. Veinte años después, pronunciaría las Filípicas, extraordinarias piezas oratorias dirigidas contra Marco Antonio, presunto heredero político del asesinado Julio César, al que acusaba también de intentar un golpe de estado. El resultado sería muy distinto, Antonio no sería condenado, pero no le perdonaría. Por su orden Cicerón fue asesinado cuando intentaba huir. Su cabeza y sus manos fueron expuestas en una plaza de Roma, con la lengua atravesada por las horquillas doradas de la mujer de Antonio.
Cabe recordar, por si alguien lo hubiere olvidado, que Juan Montalvo tituló Las catilinarias, su más feroz alegato contra la dictadura de Ignacio de Veintemilla (1880)