Si se conoce la vida de un músico llamado Joseph Haydn, sus notas empiezan a sonar distinto en nuestra mente. En verdad, no solo por su vida, sino también por su muerte y por lo que vino después.
De niño, Haydn tenía una linda voz. Pero era una época de pobreza generalizada y la solución era que el niño, a los siete años, se convirtiera en criado de algún sacerdote que, a la vez, trabajara con un príncipe amante de la música y de los coros infantiles. Y Haydn se fue a trabajar al servicio de un cura y de un noble en su castillo. Y todo estuvo bien hasta que las hormonas le empezaron a cambiar la voz. Entonces Haydn fue expulsado del grupo y se vio en la calle, sin cómo sobrevivir, dueño de tres camisas harapientas y nada más.
Desesperado pensó en hacerse castrar, costumbre impulsada por la iglesia, porque no permitían cantar a las mujeres en las iglesias. Haydn comunicó la decisión a sus padres y ellos lo disuadieron de tal cirugía. Por suerte pudo ganarse la vida, después, como intérprete del violín y compositor de relativo éxito. Y llegó el momento del amor: Le declaró su amor a Teresa Keller, y acordó matrimonio con ella. Poco antes del matrimonio, el padre de la novia dijo que Teresa estaba obligada a irse al convento, por un sueño que ella había tenido con Jesucristo, y le pidió a Haydn que se casara con Anna, una hermana de Teresa. “Anna es la mujer más vulgar, dura y déspota que pueda existir. Le importa igual si soy carnicero, ordeñador o músico. Utiliza mis partituras para encender y calentar el horno”. Eso le escribía Haydn a un amigo.
Haydn se daba sus necesarias escapaditas. Cuando vivía en Londres, lo visitó un amigo y encontró un cerro de cartas sin abrir, sobre el escritorio. “Son de mi mujer”, dijo Haydn. “Yo también le escribo con mucha frecuencia. Y sé que ella tampoco las abre”.
Y un día, ya en Austria, Haydn falleció. Se vivía la guerra con Francia y fue enterrado, a toda prisa, en medio de los cañonazos. Años más tarde, un príncipe decidió que sus restos fueran llevados a una tumba en terrenos de su castillo. La sorpresa fue que, al abrir la caja, encontraron que ¡faltaba su cabeza!…
Investigaciones intensas terminaron por descubrir que una mujer la había robado y ¡dormía con aquella cabeza bajo su almohada! Ella era la esposa de un estudioso de la frenología, pseudociencia que atribuye a la forma del cráneo las facultades mentales. Al final la cabeza fue recuperada y terminó reunida con el resto de los huesos.
Si algo caracteriza a un buen ajedrecista, es su cuidado con las damas, y con las precauciones para no perder la cabeza. Porque, como en la vida, las damas también dan grandes sorpresas.
Si algo caracteriza a un buen ajedrecista, es su cuidado con las damas, y con las precauciones para no perder la cabeza. Porque, como en la vida, las damas también dan grandes sorpresas.