Siglo XVI. A Catalina, una niña de apenas cuatro años, sus padres la metieron al convento. Allí pasó en medio de la disciplina, rezos y misales, hasta que un día, ya adolescente, cayó a sus manos un mapa y descubrió que el mundo era más ancho que las paredes del claustro en el que perdía su existencia. Desesperada y decidida, robó un cuchillo de cocina, algo de dinero y las llaves principales, alcanzó la calle, asaltó a un hombre, le quitó la ropa y se disfrazó como varón. Entonces empezó su nueva vida.
Catalina no era muy femenina: la única flor que la seducía era la rosa de los vientos. Y la brújula de su corazón fogoso señalaba más allá del mar, a la América que estaba todavía por acabar de descubrir y conquistar. Y se embarcó en la primera nave que pudo. Allí, ¡oh sorpresa!, encontró que el capitán era su tío, a quien nunca le reveló su identidad. Y no solo eso: le robó dinero y llegó a tierra, concretamente a Lima. Allí vivió en casa de un mercader que, por su mala conducta, la metió en un calabozo que tenía en su propia vivienda. Catalina enamoró a la hija del dueño, fascinada por ese extraño español lampiño, tan femenino a veces, tan bravucón en otras. Con su ayuda escapó y pasó a Chile, donde siguió enloqueciendo a las mujeres, que se peleaban por su amor inalcanzable.
Catalina se ganó la vida como pudo. Como tahúr, recordaba haber atravesado con su chuchillo la mano de un jugador tramposo que pretendía tomar el dinero de la apuesta. “Le dejé clavada la mano sobre la mesa”. Su autobiografía es una colección de muertes a destajo en Chile y Argentina, durmiendo donde la sorprendiera la noche. En Santiago vivió tres años con su hermano, a quien nunca le reveló su identidad. Una noche, en una reyerta, su hermano cayó herido. Cuando Catalina lo asistió en su agonía, le confesó: “Soy tu hermana…¿te acuerdas de mí?” El hombre dijo: “Tú, Catalina, la monja…” y murió con los ojos abiertos, llenos de indescriptible incredulidad. Un día, cansada de su doble vida, se confesó con un obispo: ”Soy mujer. Soy monja. Revisadme”. El obispo encargó a dos mujeres que testificaron: “Es mujer, y está intacta”. De nuevo Catalina vistió los hábitos y fue acogida en un convento. Luego viajó a Roma donde el Papa Urbano VIII la recibió, le permitió otra vez vestir como hombre, y le pidió que no matara más. Catalina se convirtió en la figura más atractiva de Europa. Hombres y mujeres se peleaban por su amor, y era invitada de honor de cada príncipe. Pero un día se cansó y regresó a México. Allí se convirtió en arriera de mulas y un día la mató un infarto en lo alto de una colina. Tenía setenta años. Desde allá nos mira, todavía, con aire insolente y burlón.
En ajedrez, también, hay damas que llegan hasta las últimas consecuencias: